Busca oro

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Piensa en la estereotipada imagen del buscador de oro del lejano Oeste Americano: un tipo rudo, a caballo, con unas botas de agua y un gran sombrero que cabalga por la orilla de los ríos buscando algo que brille. Cuando lo encuentra, se apea de su caballo, baja la típica batea y se queda en la orilla de las heladas aguas del río en cuestión para comenzar su búsqueda y va cogiendo arena y agua a la vez que mueve con un contoneo circular la extraña palangana con cuidado para que los sedimentos más pesados, queden en el fondo de la misma y conseguir así pequeñas pepitas del preciado metal. Esa gente, si encontraba oro en las vegas de algún río, se construía allí su pequeña cabaña con troncos de árboles y extraía tooodo el oro posible de la zona, y cuando ya no había más, o bajaba la “producción” simplemente cambiaba de lugar de búsqueda. Los contemporáneos de la época, envidiaban su suerte (los que encontraban oro, claro está), pero ninguno envidiaba si trabajo: pasarse en remojo jornadas agotadoras de más de diez horas haciendo una y otra vez lo mismo para encontrar pequeñas porciones de oro de apenas unos gramos de peso. El trabajo era duro, la recompensa poca, pero la grandeza y el truco de los héroes que lograron enriquecerse fue, primero: su incansable afán de búsqueda, y segundo: el acumular una pepita de oro tras otra hasta obtener la cantidad suficiente del noble metal en peso y pureza, para poder considerarse “rico”, y hubo gente que realmente se hizo rica en la época de la fiebre de oro. Te propongo lo mismo, busca oro. Sí, el oro abunda en las orillas de nuestros ríos. Ahora fíjate en la frase anterior y cambia oro por situaciones graciosas. Nosotros solemos ir a lomos de nuestros caballos de cotidianeidad y rutina y apenas nos fijamos en los márgenes de los ríos que cruzamos diariamente, y hay brillos, hay destellos que nos cegarían si estuviésemos pendientes mínimamente de ellos. Recuerdo una vez en mi coche, parado en un semáforo, esos cientos de segundos que nos obliga la vida a perder, en los que me quedé mirando al frente y justo en el centro de mi campo de visión se pararon una mujer de alrededor de treintaytantos años y una niña de unos seis aproximadamente (puede que madre e hija) la niña cogió de la mano a la madre y ésta tiró de su brazo hacia arriba levantándola y balanceándola ante la sorpresa y la risa de la pequeña; no valiéndole sólo esto la asió por debajo de los brazos y siguió levantándola hasta por encima de su cabeza mientras ambas reían. Fue un simple gesto cotidiano en el que la gente de su alrededor parecía no estar reparando, pero yo percibí ese brillo, ese momento mágico en el que sabía que había encontrado oro, parecía que el mundo se había parado, parecía saber lo que se estaban diciendo madre e hija, parecía que podía sentir la inmensa alegría que estaban sintiendo y exteriorizando ambas mientras la gente a su alrededor continuaba como si nada. Lo mejor de todo es que ese “oro” era sólo mío, parecía que solamente yo estaba siendo testigo de aquello y esa pequeña “pepita de oro” me la guardé en el bolsillo y me propuse buscar más a lo largo de aquella mañana. Y las encontré. Esa mañana encontré varias situaciones más de ese estilo que te hacen gracia o te alegran y que normalmente no percibimos por el simple hecho de no encontrarnos en actitud de buscar oro. Cuando uno busca oro y está pendiente de su alrededor lo encuentra, vaya que si lo encuentra. Es como cuando uno tiene hambre y sale a la calle, puede que sea la misma calle que ha transitado en innumerables ocasiones, pero el día en que tienes hambre parece haber más restaurantes que nunca, más olores deliciosos que nunca y más pastelerías por metro cuadrado de calle que nunca. Este es mi segundo ejercicio: proponte encontrar 3 situaciones graciosas mañana mismo, o mejor hoy. Sal ahí afuera con tu caballo y encuentra al menos tres pepitas de oro cada día. Suerte vaquero!

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